“the thing shines, not the maker” 
      anónimo japonés 
Esta afirmación,  recogida por el pintor Pedro Peschiera de un ceramista japonés, ha sido  colocada al ingreso de la galería Lucía de la Puente a manera de epígrafe para  su sexta muestra individual. Su presencia no sólo enfatiza varios de los rasgos  que han caracterizado su obra, centrada en la representación —o la  problematización de la representación— de un solo objeto (“the thing”), sino  que realza la ética que informa su aventura plástica y la relación que el  hacedor (“the maker”) de ese universo visual guarda con la obra concluída, ese  objeto artístico que es receptáculo material y final de la pintura. 
      Pedro Peschiera  ha dispuesto una vez más en la sala una serie de objetos que son obras de arte:  grabados, pinturas, acuarelas. En el interior de esos objetos lo que está  representado son otros objetos que, a su vez, se dicen contenedores de otros,  “cosas” posibles no representadas explícitamente en la tela. El “the thing” del  epígrafe activa, entonces, varios objetos de naturaleza distinta, todos  encerrados unos en otros. Al inscribirnos en el acto de espectar la pintura nos  damos cuenta de que formamos parte de un diseño espacial que ha desbordado el  espacio de la tela para inscribir nuestros cuerpos dentro de otro receptáculo  —la galería misma— que a su vez nos contiene y preserva del espacio exterior. A  través de la sucesión de cajas chinas que se contienen unas a otras y en las  cuales están contenidos la propia galería y nosotros, nos descubrimos como  componentes de una sucesión de espacios de calidad y de sentido —el mundo-la  galería-la pintura-el objeto representado-el objeto que este objeto espera— cuyo  punto de fuga se ubicaría en esa zona de la representación que precisamente se  nos ha negado observar directamente: el paisaje que los muros ocultan, la  oquedad de los cuencos o las campanas. 
      
      No resulta  antojadizo, por ello, suponer que una pintura tan prolija y en abierta relación  con referentes y modales de un tiempo histórico de plena fe —la arquitectura  románica, la pintura del Trecento y del Quattrocento, el legado de los maestros  venecianos— se haya distribuido en el espacio de la galería bajo el deseo de  convertir su territorio físico en predio de plena “calidad” tal como lo fueron  las abadías ante las campiñas del medioevo en Europa o los templos barrocos  frente a las localidades rurales andinas durante la Colonia. Casi como habitar  un espacio espiritual que albergara una serie de imágenes que se erigen  contenedoras del más alto sentido —acaso la divinidad— y a la vez la mayor  calidad estética, habitar un espacio de arte como el delimitado por Peschiera  equivale a ubicarse dentro de los linderos de un recinto de imágenes que  aspiran a establecer un orden de valor distinto, cualitativamente más denso . 
      Pero si  observamos atentamente la manera en que Peschiera ha escrito el epígrafe  podremos advertir las dramáticas diferencias que el artista contemporáneo  guarda respecto de los ideales del arte religioso del cual ha obtenido muchas  de sus fuentes pictóricas y a la vez determinar su posición original e insular  dentro del espectro del arte actual. Si los artistas que han nutrido su  propuesta establecieron un discurso pictórico de celebración de un Dios  (“Maker”) que aglutina en sí todos los sentidos posibles, en el trabajo de  Pedro Peschiera la frase, escrita sin letras mayúsculas ni signos de  puntuación, parece afirmar la preponderancia de un “maker” en tanto mero  hacedor-artesano, la figura de un pintor que debería ser superado en el acto de  mirar la pintura. En esa sutil intervención textual anida la certeza de una  obra que si bien no se inscribe en el universo mental de la fe, sí reincorpora  a la escena actual la necesidad de un oficio espiritual que se diluya en la  ejecución misma de la pintura. No hay en ello un renacimiento de la presencia  de Dios strictu sensu, pero sí de su idea como garantía de sentido, un  alejamiento de la contingencia debido a una franca apuesta por lo que se  pretende trascendente . 
      
      La posición de  Peschiera frente al arte que estamos acostumbrados a ver es, cuando menos,  problemática. La frase del anónimo japonés ilustra parte del programa del  artista —acaso el deseo secreto de borrar las señas del trabajo individual— e  intenta asegurar la lectura de los espectadores bajo esa vía. El correlato  pictórico de esa intención es evidente. Si algo genera perplejidad en el arte  de Peschiera es la ausencia de trazas que delaten el proceso mismo de  ejecución. Ciertamente el anonimato como posible escudo del artista ante el las  repercusiones de una exhibición pública activa una serie de lecturas sugerentes  . Si Peschiera retoma algunas señas modernistas será sólo para acercarlas a una  suerte de proyecto de disolución del individuo. En la ausencia de fecha en sus  pinturas se refrenda la propia proyección de su lenguaje plástico a lo largo  del tiempo: las series de pinturas que el artista dispone en sus espaciadas  individuales articulan un vocabulario formal que erosiona la noción de un  desarrollo lineal. Es difícil leer en su trabajo, de exhibición en exhibición,  un paso concreto de un estado a otro o la configuración de un “proceso”  mediante el cual ciertos motivos ceden ante nuevas inquietudes o soluciones  formales. La diferencia entre el resultado de los cuadros de esta muestra en  Lima y el de otras anteriores es mínimo. La obra, por ello, se expande a una  velocidad muchas veces imperceptible  y en sus escasas reminiscencias  narrativas parece decir un origen casi disuelto, desasociado de cualquier  individuo concreto. A ello coadyuva el trabajo extremo de superposición de  toques pictóricos que impiden advertir las huellas de una voluntad individual  en la factura de la pintura. Como sus maestros italianos o como artistas de la  talla de Van der Weyden o Van Eyck, Peschiera parece pintar de modo constante  hasta el estado mismo de la disolución en que “todo” llega a ser “nada”. En ese  modus operandi lo que se activa es la noción del creyente en el oficio que se  funde en él de tanto practicarlo y que parece inquirirnos a hacer lo mismo.  Ante la pintura y su hecho nadie, en tanto individuo, puede tratar de medirse  como alteridad. El resultado de la obra es siempre mayor al proceso material e  individual de su ejecución . 
      
      Las condiciones  de esa práctica están puestas en juego de un modo ejemplar en la primera serie  de grabados de esta muestra. La serie, que parece rendir homenaje a algunos de  los trabajos de Malevich, está compuesta por una figura geométrica en cuyo  interior se produce la progresiva liquidación de enunciados de ideas o  preceptos contra la superficie del soporte hasta devenir en meros elementos  pictóricos. Frases como “El tejido de la escritura pictórica superpuesto a la  trama geométrica refuerza la tensión” o “La repetición y la acumulación del  gesto saturando la superficie producen una densidad”, escenifican casi  dramáticamente el propio dictum que las contiene hasta convertirse en la  representación de un cielo oscuro apenas tachonado por ciertas estrellas o  puntos blancos. 
      Ahora bien, la  aparente aventura de erosión de la figura autorial, o la fantasía escénica de  su posibilidad, relaciona de una manera paradójica y crítica la obra de Pedro  Peschiera con cierto “arte” que precedió sus años de formación. Al lado de la  pretendida “disolución” del individuo o de sus señas como “hacedor” en obras  como las de Andy Warhol o los ready-mades de Marcel Duchamp —y cuyos resultados  condujeron a una más feroz sacralización de la figura autorial—, la obra del  peruano desarrolla una apuesta extrema bajo medios opuestos: los del culto al  oficio artesanal. Con ello interpela poderosamente a quienes, producto de los  cambios en los modos de producción y de circulación del arte, “materializaron”  la disolución del aura de las obras de arte tal como fue descrita por Walter  Benjamín. Si la obra de arte ha dejado de ser esa “manifestación irrepetible de  una lejanía” que le confería un carácter elusivo y espiritual, la pintura de  Peschiera se erige como una respuesta que intenta reponer ese modo aurático de  mirar y de acercarse al arte.1
      
      En ese programa  de reposición destaca a primera vista el carácter monumental de los objetos de  Peschiera. Algunos de ellos, los que provienen de la arquitectura  particularmente, se nos presentan casi como “montañas” —con toda la carga  aurática que ello conlleva.2 Tal  majestuosidad está remarcada por la soledad y la mismidad de los objetos que  habitan y saturan el espacio de la representación en los cuadros como  verdaderos objetos-mundo. La tensión entre los límites de la pintura y las  dimensiones de las cosas representadas en ella no hace sino imponer la  presencia vertical de una unidad formal como correlato de una unidad de  sentido, como el anuncio indeclinable de una posibilidad de advenimiento/surgimiento  de una “presencia real”. Ante el legado de las teorías post estructuralistas  que bullían en el escenario en que se formó Peschiera y que enfatizan la  preponderancia del suplemento o de lo secundario como vía del conocimiento3 o de la crisis del sentido en tanto que  posibilidad comunicable y su erosión en un flujo que es territorializado o  racionalizado de manera fragmentaria y siempre insuficiente,4 es decir, frente a la crítica del  humanismo y su fe absoluta en el conocimiento, la pintura de Peschiera intenta  asumir el protagonismo de una instancia primera única y total. En su plano  simbólico, en lo que ella “dice” a nivel de paisaje, el objeto portentoso que  habita y colma por completo el cuadro se erige como único motivo a ser observado  y depósito de un sentido o de un conocimiento real y pleno. Esa majestuosidad  es acentuada, además, por soluciones formales que los instalan en un terreno  original si se los considera bajo patrones de los principios de realidad. Sin  ser surrealista o decididamente metafísico pero en franca interrelación con las  ciudades imposibles de De Chirico, los objetos de Peschiera parecen anunciar  componentes de las extrañas ciudades mentales de Urbino o ser la  materialización de las arquitecturas imposibles imaginadas por Italo  Calvino.  Los objetos corresponden a nuestro orden de cosas de primera  impresión, pero en su visión o en su color hay algo de arquetípico, lo que ha  generado la impresión de un orden adscrito a un mundo de ideas de sustrato  platónico5 reconocido por el propio artista.6 
      
      Sin embargo, pese  a todos los recursos formales que los ponderan como instancias “superiores” de  percepción, estos mismos objetos resultan ser siempre elementos suplementarios.  Si bien es cierto que algunos de sus aspectos formales e incluso técnicos  provienen del medioevo y del renacimiento , estos “objetos” sólo se pueden  atrever a generar reminiscencias de iconografía religiosa de la pintura de fe  —sus Mantos remiten los del las madonas de las pinturas renacentistas7 y se organizan como las vírgenes de la  obra de Bellini— o anunciarse humildemente como posibles contenedores de una  promesa de sentido. No se pretenden el sentido pleno. En un plano simbólico,  pese a su desmesurado protagonismo, ellos no pretenden ser la unidad, pero sí  anunciarla como una promesa. En la mirada detenida a “aquello que acercan a  nosotros para alejarlo”, el sentido podría anidar en la oquedad de la barca que  no atisbamos, en el espacio que la mesa oculta, en el fondo de un hoyo o uno de  sus cuencos, en el sonido que podría advenir a la campana. Se trata de la  posibilidad de un sentido que se activa por ausencia. En ese sentido, resulta  profundamente dramático el caso de todo el paisaje oculto detrás de un manto o  de una cadena de arcas . 
      
      Pero lo realmente  turbador del arte de Peschiera es que la mirada de esos objetos que desde la  estrategia conceptual se dicen secundarios —el velo que tapa el sentido o el  receptáculo de su posible advenimiento— se termina resolviendo siempre como  logro extático en un oficio plástico riguroso e hiperbólico, de aspiraciones y  logros magistrales, que contradice o subvierte radicalmente la estrategia  conceptual de los cuadros. En la coexistencia de una escrupulosa disposición  geométrica y un color tratado casi con pulsiones eróticas —convivencia que Luis  Lama ha llamado “geometría sensibilizada por el color” —, Peschiera parece  activar la paradoja del arte que fue puente entre el medioevo y el primer  humanismo . Si bien lo que está representado es “secundario”, el trato seductor  del color postula que esos objetos y esas superficies no son velos que anuncian  el sentido; “son” el sentido, solo que éste es estrictamente plástico y está  dispuesto en la maravillosa y detenida mirada nostálgica de un sentido pleno,  acaso perdido, pero necesario como deseo. En el acto de la espera, motivada por  la representación, y la “delectatio” plástica que postulaba Poussin, activado  por el oficio, terminamos siendo testigos de una presencia de pintura que se  presenta bajo el ropaje de la secundariedad. 
      La importancia de  la problemática del color como fin o resolución de la pintura, pero sobre todo  como inicio de la misma aventura, está puesta en escena en los estudios,  variaciones y asociaciones del color en estructuras geométricas del conjunto de  acuarelas y dibujos “Flores, mariposas y canto rodados”, estudios, pero también  obras de arte finales en los cuales el artista desplaza impulsos de color que  provienen de fuentes tan distintas como el consumo de artes visuales o de  percepciones de la propia realidad. Como un cuaderno de apuntes que señaliza la  experiencia sintáctica de los elementos visuales, esta serie de acuarelas  entronizan el color como preocupación central y única de la obra, refuerzan la  intuición de que la representación geométrica y sus asociaciones son, a su vez,  el receptáculo sobre el cual la pintura se deposita. Mirado desde este punto de  vista, la adición progresiva de nuevas familias de objetos en el universo de  Peschiera —en esta muestra tenemos la presencia hasta hoy inédita de la familia  de cuencos— obedecería a la sola necesidad de resolver plásticamente una nueva  gama de experiencias visuales en los confines de lo estrictamente  bidimensional. 
      Pero incluso esa  solución en la superficie del soporte no deja de ser subvertida mediante una  nueva paradoja. Y es que esos objetos de lujo —tal como los considera Philippe  Cuenat— cuyas superficies ostentan una calidad y un nivel de detalle exquisito,  a la vez exhiben sin tapujos una contundencia y una gravedad masivas, la condición  de peso y volumen suficiente para aspirar un desprendimiento del mismo soporte.  En ellos hay una fe en la pintura y una aspiración a dejar de serlo a la vez.  Una parte intensa de la entidad que poseen parece conducirse por el sueño o la  velada intención de instalarlos ante nosotros como verdaderas esculturas. No es  extraño, por ello, que al intentar explicar una relación con la obra de  artistas actuales, el propio Peschiera se sienta cercano a la obra precisamente  de dos escultores: Anish Kapoor y Martin Puryear . 
      
      El juego  inacabable de paradojas y contradicciones está servido. En él la obra de  Peschiera se resuelve como la disposición efectiva de objetos que articulan en  ellos cadenas infinitas de sentidos opuestos y diversos. Los objetos representados  se erigen ante nosotros como depósitos de polisemia que lejos de imponer un  pretendido sentido único —la voluntad de un “Maker”— atraen sobre sí todos los  sentidos posibles, todas las proyecciones de la subjetividad humana. Tal  pretensión está magistralmente escenificada en la serie de grabados que cierran  la muestra de Peschiera y que él ha bautizado “El Doblón de Melville”. Se trata  de imágenes construidas a través de la impresión del texto del capítulo XCIX de  Moby Dick, la novela cumbre de Herman Melville, titulado precisamente “El  Doblón”. En él se describe un objeto que se erige como principio de orden y de  sentido del mundo —en tanto el mundo, en el universo melvilliano, está  condensado en el barco que comanda Ahab— y de la humanidad —en tanto que todos  los tipos humanos han sido puestos en relación dentro de la nave. Peschiera  parece haber encontrado en este objeto que el capitán pone sobre el mástil de  la nave, la posibilidad de una cifra que condensa todas sus ambiciones  artísticas. El objeto, más que por la calidad simbólica y estética que pueda  detentar, es universal por la cantidad de lecturas y de interpretaciones o  procesos de significación que activa en sus espectadores. Dejemos que el propio  artista nos hable de ello: 
      “Ese doblón, ese  solo objeto provoca la tensión de una serie de personajes claves de ese navío;  cada personaje, embajador de su clase social o de su naturaleza en tanto que  ser humano, va desarrollando un monólogo inspirado por el doblón. Todo el mundo  proyecta cosas sobre el doblón, desde Ahab el capitán, pasando por el  contramaestre, hasta el arponero —que es casi salvaje y no sabe leer ni  escribir— sus deseos, sus temores y heridas… (…) ese maorí que es un hombre  tatuado de la cabeza a los pies, que no lee ni escribe y que se pregunta qué es  eso, y lo mira y no entiende y lo único que tiene ante ese objeto es ÉL mismo,  su cuerpo; entonces se desnuda y revisa su piel para ver si entre los símbolos  de sus tatuajes no habría algo que se parezca a alguno de los signos del doblón  porque él también quiere leer, quiere descifrar ese objeto, su sentido: eso a  mí me hace llorar. Y para mí eso es el arte.“
      
      La estrategia de  estos grabados de la parte final de la muestra de Peschiera es, en ese sentido,  inobjetable. El texto del capítulo de Melville que habla de todas estas  proyecciones sobre un objeto se resuelve, con variaciones tipográficas, como si  el texto fuese sólo un elemento plástico que gradúa tonalidades, en otros  doblones situados frente a nuestros propios ojos. El texto que habla del  objeto-mundo y que se resuelve plásticamente como un objeto-mundo no hace sino  cerrar de modo irresistible una puesta en escena en abismo. Ante el doblón  representado que “habla” de las lecturas que se hacen del doblón literario,  estamos una vez más en medio de una sucesión de cajas superpuestas de calidad y  de sentido. Peschiera desempeña en este diseño el papel de agudo crítico del  arte, entendiendo que el lugar indicado para la lectura del arte es el arte  mismo. 
      
      Una vez  enfrentados a los doblones, es casi imposible resistirse a leer como tales  todos los objetos tras los cuales, dentro o fuera de los confines del espacio  de representación, Peschiera parece esconderse. Las pinturas, los grabados, las  acuarelas están ahí y ante ellos deberíamos otear, como ante un espejo, aquello  que sentimos, padecemos y deseamos . Ante su obra, como ante el doblón que  pende del mástil más alto de una embarcación totalizante, podríamos tomar los  roles de Starbuck, Stubb, Pip, o también del simple caníbal que compara los  tatuajes de su piel con la piel de la pintura. El objeto único interpela  nuestra razón y cultura, pero también nuestros sentidos y por último nuestros  instintos y pulsiones como acercándonos a un viaje a la infancia o a aquello  que, agazapado en lo prelingüístico, Lyotard ha llamado “lo intratable”. El  objeto nos refleja y nos dice y ante él descubrimos también que nosotros mismos  somos un objeto mirado, una unidad de sentido, un signo total que puede  contener todos los sentidos, el receptáculo mismo sobre el que adviene el arte.  Ahab, gracias a Melville, lo expresa mejor: “the  image of the rounder globe, which, like a magician’s glass, to each and every  man in turn but mirrors back his own mysterious self”.8
Jeremías Gamboa  Cárdenas 
      Boulder, Colorado,  octubre de 2006 
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Cuenat, Philippe. “Seis o siete fragmentos sobre la idea de una totalidad improbable”. Catálogo para la muestra de la sala Luis Miró-Quesada Garland, Miraflores, Lima 1998.
Christianse, Keith, Golden Andrea y otros Giovanni Bellini and the Art of Devotion. Editado por Ronda Kasl. Indianapolis. Indianapolis Museum of Art, 2004.
De Ferrari, Silvio. “Pedro Peschiera : la estética ausente de la significación”. EXPRESO Noviembre 1998
Deleuze, Gilles y Guattari Félix. Kafka, por una literatura menor,. México. Ediciones Era, 1978.
Derrida, Jacques. De la Gramatología. Buenos Aires: Siglo veintiuno editores, 1971.
Lama, Luis. “Pedro Peschiera”. Revista Caretas, octubre de 1998.
Lyotard, Francois. Lecturas de Infancia. Buenos Aires. Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1997.
Melville, Herman. Moby Dick or The Whale. New York: Hendricks House, 1952.
Melville, Herman. Moby Dick. Traducción de José María Valverde. Barcelona, 
      Editorial  Planeta, 2003.
Revaz Nadia. “Pedro Peschiera: En Busca de un Paradigma”. 1997
Quijandría, Rodrigo. “Magnífica Insondabilidad”. El Sol, 21 de octubre, 1998
Steiner, George. Real Presences. Chicago: University of Chicago Press, 1989.
Wiener, Gabriela. “La Sagrada Familia”. El Dominical de El Comercio. 26 de noviembre 2000
2 Walter Benjamín en La obra de arte en la época de su reproductibilidad, p. 24
3 Jacques Derrida en De la Gramatología
4 Deleuze y Guattari en Kafka, por una literatura menor
5 Rodrigo Quijandría en “Magnífica Insondabilidad”
6 Gabriela Wiener en “La Sagrada Familia”
7 Nadia Revaz en “Pedro Peschiera: En Busca de un Paradigma”
8 "la imagen del globo más redondo, que, como el espejo de un mago no hace otra cosa que devolver a cada cual a su vez, su propio yo misterioso."
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